Nicolás Copérnico



Nicolás Copérnico

Astrónomo polaco(Polonia, 1473 - Frauenburg, id., 1543). La importancia de Copérnico no se reduce a su condición de primer formulador de una teoría heliocéntrica coherente: Copérnico fue, ante todo, el iniciador de la revolución científica que acompañó al Renacimiento europeo y que, pasando por Galileo, llevaría un siglo después, por obra de Newton, a la sistematización de la física y a un profundo cambio en las convicciones filosóficas y religiosas. Con toda justicia, pues, se ha llamado revolución copernicana a esta ruptura, de tanta trascendencia que alcanzó más allá del ámbito de la astronomía y la ciencia para marcar un hito en la historia de las ideas y de la cultura.
Biografía


Nacido en el seno de una rica familia de comerciantes, Nicolás Copérnico quedó huérfano a los diez años y se hizo cargo de él su tío materno, canónigo de la catedral de Frauenburg y luego obispo de Warmia. En 1491 Copérnico ingresó en la Universidad de Cracovia, siguiendo las indicaciones de su tío y tutor. En 1496 pasó a Italia para completar su formación en Bolonia, donde cursó derecho canónico y recibió la influencia del humanismo italiano; el estudio de los clásicos, revivido por este movimiento cultural, resultó más tarde decisivo en la elaboración de la obra astronómica de Copérnico.


No hay constancia, sin embargo, de que por entonces se sintiera especialmente interesado por la astronomía; de hecho, tras estudiar medicina en Padua, Nicolás Copérnico se doctoró en derecho canónico por la Universidad de Ferrara en 1503. Ese mismo año regresó a su país, donde se le había concedido entre tanto una canonjía por influencia de su tío, y se incorporó a la corte episcopal de éste en el castillo de Lidzbark, en calidad de su consejero de confianza.


Fallecido el obispo en 1512, Copérnico fijó su residencia en Frauenburg y se dedicó a la administración de los bienes del cabildo durante el resto de sus días; mantuvo siempre el empleo eclesiástico de canónigo, pero sin recibir las órdenes sagradas. Se interesó por la teoría económica, ocupándose en particular de la reforma monetaria, tema sobre el que publicó un tratado en 1528. Practicó asimismo la medicina y cultivó sus intereses humanistas.


Hacia 1507, Copérnico elaboró su primera exposición de un sistema astronómico heliocéntrico en el cual la Tierra orbitaba en torno al Sol, en oposición con el tradicional sistema tolemaico, en el que los movimientos de todos los cuerpos celestes tenían como centro nuestro planeta. Una serie limitada de copias manuscritas del esquema circuló entre los estudiosos de la astronomía, y a raíz de ello Copérnico empezó a ser considerado como un astrónomo notable; con todo, sus investigaciones se basaron principalmente en el estudio de los textos y de los datos establecidos por sus predecesores, ya que apenas superan el medio centenar las observaciones de que se tiene constancia que realizó a lo largo de su vida.


En 1513 Copérnico fue invitado a participar en la reforma del calendario juliano, y en 1533 sus enseñanzas fueron expuestas al papa Clemente VII por su secretario; en 1536, el cardenal Schönberg escribió a Copérnico desde Roma urgiéndole a que hiciera públicos sus descubrimientos. Por entonces Copérnico había ya completado la redacción de su gran obra, Sobre las revoluciones de los orbes celestes, un tratado astronómico que defendía la hipótesis heliocéntrica.


El texto se articulaba de acuerdo con el modelo formal del Almagesto de Tolomeo, del que conservó la idea tradicional de un universo finito y esférico, así como el principio de que los movimientos circulares eran los únicos adecuados a la naturaleza de los cuerpos celestes; pero contenía una serie de tesis que entraban en contradicción con la antigua concepción del universo, cuyo centro, para Copérnico, dejaba de ser coincidente con el de la Tierra, así como tampoco existía, en su sistema, un único centro común a todos los movimientos celestes.


Consciente de la novedad de sus ideas y temeroso de las críticas que podían suscitar al hacerse públicas, Copérnico no llegó a dar la obra a la imprenta. Su publicación se produjo gracias a la intervención de un astrónomo protestante, Georg Joachim von Lauchen, conocido como Rheticus, quien visitó a Copérnico de 1539 a 1541 y lo convenció de la necesidad de imprimir el tratado, de lo cual se ocupó él mismo. La obra apareció pocas semanas antes del fallecimiento de su autor; iba precedida de un prefacio anónimo, obra del editor Andreas Osiander, en el que el sistema copernicano se presentaba como una hipótesis, a título de medida precautoria y en contra de lo que fue el convencimiento de Copérnico.


La teoría heliocéntrica


El modelo heliocéntrico de Nicolás Copérnico fue una aportación decisiva a la ciencia del Renacimiento. La concepción geocéntrica del universo, teorizada por Tolomeo, había imperado durante catorce siglos: el Almagesto de Tolomeo era un desarrollo detallado y sistemático de los métodos de la astronomía griega, que establecía un cosmos geocéntrico con la Luna, el Sol y los planetas fijos en esferas girando alrededor de la Tierra. Con Copérnico, el Sol se convertía en el centro inmóvil del universo, y la Tierra quedaba sometida a dos movimientos: el de rotación sobre sí misma y el de traslación alrededor del Sol. No obstante, el universo copernicano seguía siendo finito y limitado por la esfera de las estrellas fijas de la astronomía tradicional.


Ilustración del modelo heliocéntrico en Sobre las revoluciones de los orbes celestes (1543)


Si bien le cabe a Copérnico el mérito de iniciar la obra de destrucción de la astronomía tolemaica, en realidad su objetivo fue muy limitado y tendía sólo a una simplificación del sistema tradicional, que había llegado ya a un estado de insoportable complejidad. En la evolución del sistema tolemaico, el progreso de las observaciones había hecho necesarios unos ochenta círculos (epiciclos, excéntricos y ecuantes) para explicar el movimiento de siete planetas errantes, sin aportar, pese a ello, previsiones lo suficientemente exactas. Dada esta situación, Copérnico intuyó que la hipótesis heliocéntrica eliminaría muchas dificultades y haría más económico el sistema; bastaba con sustituir la Tierra por el Sol como centro del universo, manteniendo intacto el resto del esquema.


No todo era original en la obra de Copérnico. En la Antigüedad, seguidores de la escuela de Pitágoras como Aristarco de Samos habían realizado sobre bases metafísicas una primera formulación heliocéntrica. A lo largo del siglo XIV, Nicolás de Oresme (1325-1382), Jean Buridan (muerto en 1366) o Alberto de Sajonia (1316-1390) plantearon la posibilidad de que la Tierra se moviera. En cualquier caso, Copérnico elaboró por primera vez un sistema heliocéntrico de forma coherente, aunque su teoría fue menos el resultado de la observación de datos empíricos que la formulación de nuevas hipótesis a partir de una cosmovisión previa que tenía un fundamento metafísico.


Este componente metafísico se manifiesta en al menos tres aspectos. En primer lugar, Copérnico conectó con la tradición neoplatónica de raíz pitagórica, tan querida por la escuela de Marsilio Ficino, al otorgar al Sol una posición inmóvil en el centro del cosmos. Éste era el lugar que realmente le correspondía por su naturaleza e importancia como fuente suprema de luz y vida.


En segundo lugar, el movimiento copernicano de planetas se asentaba sobre un imperativo geométrico. Copérnico seguía pensando que los planetas, al moverse alrededor del Sol, describían órbitas circulares uniformes. Este movimiento circular resultaba naturalmente de la esfericidad de los planetas, pues la forma geométrica más simple y perfecta era en sí misma causa suficiente para engendrarlo.


Por último, el paradigma metafísico copernicano se basaba en la íntima convicción de que la verdad ontológica de su sistema expresaba a la perfección la verdadera armonía del universo. Es notable que Copérnico justificase su revolucionario heliocentrismo con la necesidad de salvaguardar la perfección divina (y la belleza) del movimiento de los astros. Por ningún otro camino, afirmó, "he podido encontrar una simetría tan admirable, una unión armoniosa entre los cuerpos celestes". En el centro del cosmos, en el exacto punto medio de las esferas cristalinas (cuya existencia jamás puso en duda Copérnico), debe encontrarse necesariamente el Sol, porque él es la lucerna mundi, la fuente de luz que gobierna e ilumina a toda la gran familia de los astros. Y así como una lámpara debe colocarse en el centro de una habitación, "en este espléndido templo, el universo, no se podría haber colocado esa lámpara [el Sol] en un punto mejor ni mas indicado".


La revolución copernicana


Después de Copérnico, el danés Tycho Brahe (1546-1601) propuso una tercera vía que combinaba los sistemas de Tolomeo y Copérnico: hizo girar los planetas alrededor del Sol y éste alrededor de la Tierra, con lo que ésta seguía ocupando el centro del universo. Aunque Brahe no adoptó una cosmología heliocéntrica, legó sus datos observacionales a Johannes Kepler (1571-1630), un astrónomo alemán entregado por entero a la creencia de que el sistema cosmológico copernicano revelaba la simplicidad y armonía del universo.


Kepler, que expuso sus teorías en su libro La nueva astronomía (1609), concebía la estructura y las relaciones de las órbitas planetarias en términos de relaciones matemáticas y armonías musicales. Asimismo, calculó que el movimiento planetario no era circular sino elíptico, y que su velocidad variaba en relación con su proximidad al Sol.


Paralelamente, las observaciones telescópicas de Galileo (1564-1642) conducían al descubrimiento de las fases de Venus, que confirmaban que este planeta giraba alrededor del sol; la defensa del sistema copernicano llevaría a Galileo ante el Santo Oficio. Y antes de terminar el siglo, Isaac Newton (1642-1727) publicaba los Principios matemáticos de la filosofía natural (1687), con sus tres «axiomas o leyes del movimiento» (las Leyes de Newton) y la ley de la gravitación universal: el heliocentrismo copernicano había llevado a la fundación de la física clásica, que daba cumplida explicación de los fenómenos terrestres y celestes.


Pero la importancia de la aportación de Copérnico no se agota en una contribución más o menos acertada a la ciencia astronómica. La estructura del cosmos propuesta por Copérnico, al homologar la Tierra con el resto de los planetas en movimiento alrededor del Sol, chocaba frontalmente con los postulados escolásticos y filosóficos de la época, que defendían la tradicional oposición entre un mundo celeste inmutable y un mundo sublunar sujeto al cambio y al movimiento. De este modo, las tesis de Copérnico fueron el primer paso en la secularización progresiva de las concepciones renacentistas, que empezaron a buscar una interpretación natural y racional de las relaciones entre el universo, la Tierra y el hombre. Se abría la primera brecha entre ciencia y magia, astronomía y astrología, matemática y mística de los números.


Las profundas implicaciones del nuevo sistema alcanzaban así a la metodología científica en su conjunto, y también a la mentalidad y a las convicciones religiosas y filosóficas de toda una época. Tal y como lo resume el moderno historiador de la ciencia Thomas Kuhn (La revolución copernicana, 1957), al final de este proceso, los hombres, "convencidos de que su residencia terrestre no era más que un planeta girando ciegamente alrededor de una entre miles de millones de estrellas, valoraban su posición en el esquema cósmico de manera muy diferente a la de sus predecesores, quienes en cambio consideraban a la Tierra como el único centro focal de la creación divina". De ahí que, cinco siglos después, la lengua siga reteniendo la expresión giro copernicano para designar un cambio de magnitudes drásticas en una situación o modo de pensar.

Una esférica visión del Cosmos

“El universo había sido creado ex profeso, manifestaba el círculo. En cualquier galaxia que nos encontremos, tomamos la circunferencia de un círculo, la dividimos por su diámetro y descubrimos un milagro: otro círculo que se remonta kilómetros y kilómetros después de la coma decimal.
 Carl SaganContact

Los pueblos de América Central alcanzaron un alto grado de conocimientos astronómico. La figura muestra un monolito circular con cuatro círculos concéntricos. En el centro se distingue el rostro del Dios Sol. Lo flanquean cuatro figuras de forma cuadrada que representan cuatro soles. El círculo exterior está formado por 20 áreas, los días de cada uno de los 18 meses del calendario azteca.
Circunferencias, círculos, esferas… La simetría circular es la forma matemática más frecuente en la naturaleza. La circunferencia es el perímetro más corto que encierra una superficie plana. La esfera es la menor superficie que encierra un volumen. El círculo protege, rueda, mueve. Es perfección y armonía; orden y belleza.
No es casualidad que desde el primer momento en el que la humanidad dirigió su mirada al cielo creyera ver una geometría circular que proveía de armonía y movimiento al Cosmos. A simple vista, el Universo finge reflejar en él la perfección de la esfera y la inercia de un círculo: la redondez está en muchos de los objetos que lo componen, como el Sol, las estrellas y los planetas; y el cielo parece moverse como una esfera de estrellas fijas rodeando la Tierra.
El círculo, la esfera, han seducido tanto a la ciencia como al arte. No sólo es la forma más simétrica y estable en la naturaleza, sino que constituye el símbolo a través del cual el hombre ha tratado de entender los misterios del mundo. En la historia de la astronomía tiene un especial significado: el orden y la belleza del movimiento planetario, la perfección geométrica de los cuerpos celestes e incluso la armonía en sentido musical, “la música de las esferas”.
A la vez, son muchas las representaciones artísticas que han llegado hasta nuestros días a través de libros y manuscritos en los cuales  la hegemonía de lo círcular es más que evidente a la hora de ilustrar los grandes conceptos de la creación, Dios o el Cosmos.  Sólo el desarrollo de la astronomía moderna, gracias al telescopio, consiguió romper la fascinación por el círculo y dotar al Universo de su verdadera forma y lugar.
De sphaera mundi. La divina geometría

El Universo geocéntrico en la Europa Cristiana situaba la Tierra, con las aguas y los continentes, en el centro del Universo y rodeada de los círculos del Aire y del Fuego. En el exterior, se mueven concéntricamente las esferas que contienen los planetas, el Sol y la Luna, así como las representaciones del zodiaco. Entre ésta última franja y las estrellas fijas, está el 'Primum Mobile', que transmite el movimiento a todo el Universo.
Fue la escuela griega quien dio a la astronomía una verdadera importancia científica. Los filósofos griegos tenían una concepción geocéntrica del mundo. Propusieron un modelo en el que los planetas, además de la Luna y el Sol, giraban en torno de la Tierra, el centro del Universo, describiendo círculos a velocidad constante. Esta idea estaba de acuerdo con un sentido de lo que parecía bello y elegante. El círculo era la forma más perfecta, sin principio ni final. Y el movimiento circular era, sin duda, el más apropiado para cuerpos tan sublimes como los celestes. El modelo geocéntrico de los griegos (conocido como modelo aristotélico) fue ampliado por Claudio Ptolomeo en el siglo II d. C hasta constituir un modelo cosmológico completo en el que la Tierra estaba rodeada concretamente de ocho esferas concéntricas donde se engarzaban la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter, Saturno, la esfera del Zodíaco y las estrellas fijas.
Sin embargo, el modelo griego no explicaba algunas singularidades como, por ejemplo, por qué algunos planetas parecían describir bucles mientras avanzaban con respecto a las estrellas fijas. Debido a estos extraños cambios en su movimiento, a los planetas se les denominó “estrellas errantes”. Para solucionar el problema, Ptolomeo ideó un ingenioso sistema en el cual la Tierra no estaba en el centro exacto (ecuante). Y los planetas giraban alrededor de su propia órbita (epiciclo), mientras describían un gran círculo (deferente). Así, los planetas no estaban sujetos directamente a las esferas, sino mediante una rueda excéntrica. Cuando la esfera gira, la rueda entra en rotación y los planetas rizan su trayectoria.

Este esquema del mundo, representa el modelo matemático de Ptolomeo. Todos los planetas, a excepción del Sol, tienen epiciclos. Y la esfera de las estrellas fijas es concéntrica a la Tierra. También lo son las siete esferas, todas de color azul, que transmiten el movimiento a las esferas planetarias.
La Iglesia cristiana no tuvo problemas para aceptar y abrazar el modelo geocéntrico ptolemaico como la imagen del Universo que mejor se ajustaba a las escrituras y constituyó el paradigma de la ciencia medieval hasta la revolución científica moderna. Además, presentaba la gran ventaja de dejar más allá de la esfera de las estrellas fijas una enorme cantidad de espacio para acomodar nuevas esferas transparentes e invisibles. La más externa fue denominada Empíreo, donde los ángeles, santos y bienaventurados gozaban de la presencia de Dios. Por debajo se encontraba el Primum Mobile (‘primer motor’), una fuerza mística encargada de trasmitir el movimiento a las demás esferas. El mundo era así más perfecto y más adecuado a como Dios, obviamente, debía de haberlo creado.
De revolutionibus. La revolución cosmológica
Conforme avanzaban los siglos y los astrónomos realizaban observaciones cada vez más continuas y precisas, el sistema de Ptolomeo se manifestaba incapaz de explicar los fenómenos celestes del Sistema Solar. Se imponía la necesidad de una reforma fundamental que no tardó en realizarse. En 1543, Nicolás Copérnico publicó una hipótesis totalmente diferente y reveladora que proponía Sol, y no a la Tierra, como el centro del Universo. Copérnico tardó 25 años en desarrollar su modelo heliocéntrico. Su obra De Revolutionibus Orbium Coelestium (De las Revoluciones de las Esferas Celestes) se considera el inicio de la astronomía moderna y marcó uno de los mayores cambios en la historia de la ciencia que afectó también a la filosofía y la religión.

La idea de Heráclides pudo llegar a la Edad Media a través de ilustraciones como ésta. En la imagen vemos al Sol casi en el centro del Zodiaco rodeado por Mercurio y Venus girando en órbitas no concéntricas. El Sol y la Luna giran alrededor de la Tierra, que presenta una extraña forma oblonga, mientras que Júpiter y Saturno giran tanto alrededor de la Tierra como del Sol.
Antes de elaborar su teoría, Copérnico estudió los textos griegos y descubrió que la rotación de la Tierra y el sistema heliocéntrico ya habían sido propuestos en la antigua Grecia. Heráclides Póntico (s. IV a. C), discípulo de Aristóteles y de la escuela platónica, afirmó que el movimiento aparente diurno del cielo se debía al movimiento de nuestro planeta, cada 24 horas, alrededor de su eje. Y dedujo que los planetas Mercurio y Venus giraban alrededor del Sol, que a su vez daba vueltas a la Tierra. Una idea revolucionaria que situará a Heráclides entre los precursores de Copérnico. Más adelante, Aristarco de Samos (s. III a. C), propuso un modelo totalmente heliocéntrico. Diecisiete siglos habrían de pasar para que la imagen de los planetas girando alrededor del Sol volviera a aparecer.
No obstante, en la época en que se publicó la obra de Copérnico resultaba difícil que los científicos lo aceptaran. Muchos consideraron que se trataba sólo de un artificio para calcular los movimientos de los planetas. Su teoría también levantó una tormenta de protestas de otro tipo. La idea de que el Sol, generoso creador de luz y calor, debía ser el soberano de los planetas más pequeños, era totalmente contraria a las enseñanzas religiosas occidentales. El propio Copérnico, consciente de la polémica que generarían sus ideas, quiso que el libro se publicara estando en su lecho de muerte y dedicó el mismo al Papa. Más tarde, la Iglesia católica colocaría la obra en su lista de libros prohibidos.

Con esta imagen Thomas Digges sugiere una de las más profundas transformaciones en la historia del pensamiento científico. La esfera de las estrellas fijas, que hasta entonces siempre había encerrado el Universo entero, se quebranta; las estrellas parecen salirse de los bordes de la página. Por primera vez se representa un Universo no terminado, infinito y poblado de estrellas.
Durante los siglos XVI y XVII hubo un intenso debate entre los do sistemas del mundo, copernicano y ptolemaico. En ambos casos el Universo todavía se encontraba limitado por una única esfera externa formada por las estrellas. Sin embargo, algunos astrónomos como Thomas Digges y Giordano Bruno empezaron a imaginar las estrellas como otros soles poblando un Universo infinito. De alguna manera, comenzaba a resquebrajarse el sistema imperante hasta ese momento. Las estrellas no estaban necesariamente dispuestas sobre una esfera, sino que se encontraban a distintas distancias de la Tierra; el Universo ya no podía concebirse como finito. Por defender esta idea, demasiado avanzada para su tiempo, Bruno perecería en la hoguera.
Astronomía nova. La cuadratura del círculo
El sistema copernicano, mucho más simple y superior a todos los precedentes, no estaba libre de defectos. Copérnico compartió el apego al prestigio de las formas perfectas del círculo y la esfera, y representó el sistema solar con órbitas circulares y con distancias respectivas bastante equivocadas. En conjunto, la visión copernicana no tuvo un impacto inmediato. Pasó casi un siglo para que científicos de la talla de Galileo Galilei, Johannes Kepler e Isaac Newton completaran la revolución astronómica liberando a la astronomía de los residuos geocéntricos.

El Sol irradia con su luz todo el Universo. La Tierra y el globo sublunar, constituido por los cuatro elementos, gira alrededor del Sol dejando en su interior las órbitas de Mercurio y Venus. Júpiter está representad, además, con los cuatro satélites descubiertos por Galileo en 1610. Y el octavo cielo se representa con las doce figuras zodiacales.
Gracias al telescopio de Galileo se inició una era de descubrimientos y observaciones que elevó progresivamente el conocimiento del Universo. Lo primero que Galileo observó fue la Luna. Ya no parecía un disco perfectamente liso, sino que tenía montañas y estaba llena de cráteres. A continuación dirigió su telescopio a Júpiter y avistó cuatro lunas (que hoy son 12). De modo que los cuerpos celestes no giraban exclusivamente alrededor de la Tierra. Y por último, volvió su telescopio hacia el Sol y descubrió manchas en su superficie que cambiaban de forma y posición. Las observaciones con el telescopio demostraban que los cielos no eran inmutables e indestructibles, y que toda la materia debería ser la misma en todas partes. Había comenzado la astronomía moderna.

Pitágoras, Platón, Ptolomeo y todos los astrónomos cristianos, daban por sentado que el círculo era la forma geométrica más perfecta. Fiel a esta convicción, Kepler relacionó las órbitas de los planetas con los sólidos regulares, como plasmó en su obra Mysterium Cosmographicum (a la izquierda) y con los acordes musicales, idea que fue compartida por muchos, entre ellos Robert Fludd (imagen de la derecha) que representó el Universo entero atravesado por un instrumento musical con una sola cuerda afinado, claro, por la mano divina.
Sin embargo, la geometría circular seguía ofreciendo una imagen de perfección y de esplendor cósmico que nadie estaba dispuesto cuestionar. El Cosmos parecía estar dotado de un “concierto admirable” conseguido mediante movimientos regulares, órbitas circulares y proporciones armoniosas. Muchos científicos siguieron empeñados en hacer encajar las piezas de la maquinaría celeste y creyeron ver correspondencias y analogías según las creencias de los antiguos matemáticos griegos.

El empleo del telescopio reveló que muchos objetos celestes estaban formados en realidad por muchas estrellas. En la imagen está representado el sistema solar con sus planetas, la Luna, los satélites de Júpiter y de Saturno. No sólo el Sol está rodeado por planetas que orbitan en elipses, sino también todas las estrellas que forman 'otros mundos'. En la parte inferior discuten las figuras de Ptolomeo, Copérnico, Keplero y Tycho Brahe.
Destacan los esfuerzos de Johannes Kepler quien relacionó los seis planetas conocidos hasta el momento (Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno) con los cinco sólidos regulares o “platónicos”. De esta forma, cada uno de los polígonos regulares, inscritos o anidados uno dentro del otro, determinaban las distancias del Sol a los planetas. Fiel a su visión, Kepler también creyó ver la prueba irrefutable de la perfección celeste en la “música de las esferas”, un concepto pitagórico que sostenía que las esferas de los planetas emitían sonidos que combinados producían una música armónica. Kepler tuvo la convicción de que la velocidad de cada planeta correspondía a ciertas notas de la escala musical latina.
Finalmente, los descubrimientos de nuevos planetas como Urano y Neptuno, así como de las lunas de Júpiter, y el aumento en la precisión de las mediciones hizo comprender a Kepler que la fascinación por el círculo había sido un engaño. Advirtió que los planetas no describen círculos alrededor de la Tierra a velocidad constante, sino que se mueven alrededor del Sol describiendo ‘elipses’ a velocidad variable. Roto el hechizo del círculo, las elipses de Kepler dejaban un misterio por resolver. ¿Qué es lo que mueve a los planetas? La solución llegó unos pocos años después, cuando Isaac Newton publicó su famosa teoría de la gravitación. Su obra culminaba la revolución científica iniciada por Copérnico y proporcionaba el fundamento científico de la moderna visión del mundo.